miércoles, 6 de enero de 2016

UNA NAVIDAD DE ASFALTO





—¡Ahí va la hostia! —grito cuando una de las personas que compone la marea de gente que se avalancha hacia mí me pega un fuerte codazo—. ¡Joder con…! —no tengo tiempo de terminar la frase porque una avalancha igual a la anterior, pero que se mueve en dirección contraria me obliga a seguir avanzando. No puedo detenerme. Si me paro, moriré engullido.
            Claudia se gira hacia mí y me coge de la mano, obligándome a seguir su ritmo. ¿Quién me mandaría  mí meterme en la calle Colón un día festivo cuando las fiestas navideñas están tan cerca? Odio las aglomeraciones.
            Entonces la veo sacar barriga. Esa que empezó a crecer hace casi cuatro meses y que todavía no es perceptible para todo el mundo, y menos cuando llevas encima más capas de ropa que una cebolla. Pero ahora Claudia la saca. Luce orgullosa su barriga de embarazada y, de pronto, es como si Moisés abriera de nuevo las aguas del mar, porque la gente empieza a dejarnos pasar.
            Claro, cómo no hacerlo, es una barriga traída de la Gran Manzana. ¡Neoyorquina me tenía que salir la criatura! Si es que… lo dicho: ¡quién me mandaría a mí! Esperemos que al menos sea un hombrecito, porque mujer y de la jungla de asfalto, ¡no lo quiero ni imaginar!
            Aprovecho y cojo aire ahora que me han dado un respiro y puedo caminar con algo de holgura.
            No puedo soportar esto de las compras navideñas, me pone de muy mal humor. ¿Quién puede pensar que ya casi estamos en Navidad con estos calores? Lo de la temperatura de Valencia no es ni medio normal… Me gustaría quitarme algo de ropa, pero tengo las manos ocupadas porque Claudia ha empezado a darme bolsas conforme hemos ido recorriendo las tiendas y parezco un perchero.
            Un perchero sudoroso. Está claro que lo de ir por la calle Colón aseado y limpio no es lo mío. Esbozo una sonrisa al recordarme a mí mismo con el mono azul maloliente. Esto no es lo mismo, pero aun así, me gustaría ir a casa y darme una ducha. Estoy reventado.
            De reojo observo que Claudia se ha puesto unos zapatos que se compró en el viaje. Manolo dice que se llaman. ¡Menuda horterada de marca! A mí me recuerdan a los que dan las noticias de los deportes en Cuatro... Lo más incomprensible es que ella no esté cansada de caminar sobre esos zancos.
            De pronto se detiene en seco a mirar un escaparate y me pilla tan de improviso que freno la marcha de golpe y los paquetes que, además de las tropecientas bolsas que llevo colgando, sostengo con las manos amenazan con salir por los aires. Mantengo el equilibro y los sujeto con fuerza, evitando el desastre.
            —¡Joder, Claudia! Vámonos a casa... estoy molido y tú deberías descansar.
            Ella me mira, sonríe y, con esa calma feliz que la ha invadido desde que se enteró de que estábamos embarazados, me dice: —Está bien, chicarrón.
            La dulzura de sus ojos me cala muy hondo y no puedo por más que alegrarme por haber renunciado a mi vida en Navarra para estar a su lado. Va a ser una madre maravillosa. Es cierto que hay momentos en los que añoro mi antigua vida, pero estar a su lado lo compensa todo.
            Hasta la mierda esta de las aglomeraciones en Navidad.
            Uf, no puedo evitarlo, en estos momentos sí que pagaba por irme unos días al norte... tanta compra, tanto calor, tanto Papá Noel y tantos Reyes Magos, ¿dónde está el Olentzero, coño?  Cómo echo de menos la nieve, las vacas y la paz del campo. Y además, lo bonito que sería pasar unos días con Claudia encerrados en el caserío, escuchando el crepitar de la chimenea y...
            ¡Qué gran idea!
            Cuando llegamos a casa me encierro en el cuarto de baño mientras Claudia organiza las compras y marco un número de teléfono que me sé de memoria.
            —¿Miren?
***
            —Arturo, ¿en serio es necesario que vayamos a Navarra? Son casi las siete de la tarde, se nos va a hacer de noche por el camino y ¡es Navidad!
            Acabamos de salir de casa de mis suegros, de pasar el día 25 con ellos, con mi cuñada y el resto de familia política y justo cuando hemos subido al coche para volver a casa me ha llamado Juancho por teléfono.
            —Lo siento cariño. El veterinario está de viaje y hay una vaca a punto de parir. Sabes que lo he dejado todo por ti, pero si hay una emergencia he de ir a solucionarla. Miren y Juancho no pueden ocuparse de eso.
            —¡Pero si son navarros! —gimotea haciéndose la indignada.
            —Sí, un navarro que ha trabajado toda su vida como director en una oficina de banco y una navarra ama de casa que ahora se dedican al turismo rural, no a la ganadería. Tenemos que ir, lo siento. Es nuestra responsabilidad.
            —Mañana era la comida con...
            —Lo sé —la interrumpo—. Pero esto es importante.
            —Está bien, lo entiendo. Pero deja que pasemos por casa aunque sea un momento a por algo de ropa. Seguro que allí hace frío y no quiero morir congelada, que ya sé cómo te las gastas con el tema de la calefacción... —murmura guiñándome un ojo.
            —Está bien —accedo.
            Una hora más tarde salimos de casa cargados como mulas, como si fuéramos a pasar un mes allí y no puedo más que volver a preguntarme si no será capaz realmente de leerme la mente. Desecho la idea y me digo a mi mismo que lo único que pasa es que es incapaz de salir de casa sin cuarenta mil historias.
            El coche avanza por el asfalto y ya casi me froto las manos al pensar que pronto abandonaremos el asfalto para adentrarnos en los bosques de hayedos. Casi estoy en casa.
            Cuando llegamos, aunque es tarde, Miren y Juancho salen a recibirnos. Miren se abalanza sobre nosotros, como si hiciera más de un año que no nos viera, cuando en realidad estuvimos por aquí hace dos meses.
            —¡Qué delgaduchos que estáis! Pasad, que os he preparado algo de cena.
            —Quita, quita Miren, hoy ha sido Navidad y no sabes cómo hemos comido —dice Claudia llevándose la mano a la boca—. Además, creo que tengo nauseas.
            —¡Bobadas! Un poquito de queso y unos pimientos del piquillo y se te pasará en un santiamén.
            Juancho encoge los hombros divertido mientras Claudia le fusila con la mirada. Los dos saben que no hay nada que hacer cuando de Miren se trata, así que nos sentamos a cenar con ellos y me siento feliz al ver a Claudia comer y charlar alegremente.
            De repente, se queda callada.
            —Oye, ¿y la vaca que va a dar a luz? —inquiere mientras nos mira, suspicaz.
            Me pongo en pie, reaccionado con rapidez mientras me limpio la boca con la servilleta.
            —Sí, sí, a eso iba, justo ahora...
            —¿Quieres que te acompañe? —una vez más, me viene a la mente un recuerdo del pasado y sonrió al recordarla en pijama, sin maquillaje y con aquella trenza ayudándome en el nacimiento de aquel ternerito.
            —No te preocupes, quédate con Miren. Voy a ver cómo va la cosa y luego te digo algo.
            Salgo fuera para disimular y Juancho me sigue.
            —¿Lo tenéis todo preparado?
            Se ríe por lo bajo y asiente con la cabeza.
            Bien... estas sí que van a ser unas fiestas memorables.
            Cuando vuelvo al caserío Claudia está durmiendo a pierna suelta. Desde que se quedó embarazada es como una marmota y se va quedando dormida por las esquinas, pero pienso ponerle remedio a eso estos días.
            Miren y Juancho nos han preparado el piso de arriba del caserío. Justo en el que Claudia vivía cuando era mi inquilina.
            Me tumbo a su lado y la abrazo, acariciándole su prominente barriga. Caigo rendido yo también. Nos esperan unos días fabulosos.
***
            Al día siguiente, parece como si el tiempo se hubiera puesto de mi parte, porque afuera está todo nevado. Me asomo y trato de abrir la puerta que da al prado. Bien, aunque no hay mucha nieve está atrancada. Lo mismo con la que da al resto del caserío. Descuelgo el teléfono: todo correcto. No hay línea. Compruebo el móvil: sin 3G. Junto a la chimenea: reservas interminables de leña y unas mantas de lana sobre el sofá. Abro la nevera: comida para alimentar a un regimiento, incluidas uvas para la Nochevieja.
            «No se sabe cuanto puede durar el temporal», me digo a mí mismo mientras me froto las manos.
            Afuera nieva, pero los efectos del temporal más bien los han provocado Miren y Juancho.
            Cuando Claudia se despierta viene directa al salón y me encuentra encendiendo la chimenea. Lleva el pelo revuelto y un camisón de manga larga que, a consecuencia de la barriga, le queda más corto de lo habitual. Lleva unos gruesos calcetines navideños en los pies y está más sexy de lo que nunca imagine que una mujer embarazada podría estarlo.
            —¡Ahora, Juancho! —grito.
            La luz se va de pronto y ella me mira confusa.
            —¿Qué es lo que está pasando aquí? —inquiere.
            Yo me acerco a ella y la arrastró hasta el sofá, donde la obligo a sentarse y me dispongo a empezar a quitarle la ropa.
            Noto como el vello de su cuerpo se eriza al sentir el tacto de mis manos.
            —Ya no soportaba esa Navidad de asfalto —le confieso al oído—. Necesitaba volver unos días y volver a estar juntos como cuando nos conocimos así que...
            —...así que llamaste a Miren y Juancho y organizaste la farsa del ternerito, ¿no es así? —replica sería.
            —Sí. Lo siento. Quería sentir la tranquilidad, el aire frío y...
            —Yo se lo que querías, Arturo —continúa con el mismo tono frío y seco.
            —Cariño, no quería disgustarte, es solo que...
            —Deja ya de poner excusas. —Me corta y yo me quedo parado, hasta que veo que se le escapa una risa y respiro aliviado.
            —Chicarrón, admítelo, lo que tú querías era jugar a las tinieblas —susurra al tiempo que hunde la cabeza en mi cuello y empieza a besarme.
            Ahogo un gemido y soy incapaz de confesarlo.
            —Podías haberlo pedido como regalo de Reyes —continúa, entre risas.
            Meto la mano por debajo de su camisón y esta vez soy yo el que hago que ella se estremezca.
            —Chica de asfalto, ya sabes que yo soy más del Olentzero. No podía esperar al seis de enero.
***
­            Juancho se lleva las manos a la cabeza. —¡Dios! La insonorización de esta casa es pésima... ¿hasta cuando vamos a tener que escuchar a los tortolitos?
            —Me parece que Arturo tiene intención de que el temporal dure, como poco, hasta Año Nuevo.
            —Pero, ¿y qué vamos a hacer nosotros mientras?
            —No te preocupes. Lo tengo todo controlado. Me he leído un bestseller que nos va a venir muy bien para este temporal. —replica Miren al tiempo que saca unas esposas de detrás suyo y una botella de sidra—. Las cincuenta sombras de Juancho.